El estudio del mundo subatómico a lo largo del siglo XX puso en jaque el determinismo clásico que parecía gobernar la naturaleza en la escala de nuestra percepción.
Conceptos como la dualidad onda-partícula, las relaciones de indeterminación, la superposición de estados o el entrelazamiento cuántico desafían nuestra intuición de la realidad, revelando un mundo más extraño de lo que imaginábamos. Por ello, en nuestra labor como físicos, es crucial desarrollar teorías fundamentadas en principios comprobables que describan la mecánica cuántica y los experimentos relacionados con ella. El enfoque explicativo tradicionalmente aceptado en los textos de física cuántica se conoce como la interpretación de Copenhague.
Pero vayamos por partes. Como ya vimos en el artículo anterior, la luz, que clásicamente se entendía solo como una onda, también podía comportarse como corpúsculos de energía cuantizada llamados fotones. Este hallazgo llevó a Louis de Broglie a preguntarse si, de manera análoga, los electrones —tradicionalmente considerados partículas― también podrían exhibir una naturaleza ondulatoria. En 1924 en su tesis doctoral, desarrolló formalmente esta idea de dualidad onda-partícula y, sin duda, representa una de las características más destacadas y llamativas de la física cuántica. Tres años después, de manera independiente, se publicaron dos artículos cuyos autores —Clinton Davisson y Lester Germer, por un lado, y George Thomson, por otro— demostraron experimentalmente la validez de la predicción de Louis de Broglie al observar la difracción de un haz de electrones [2, 5].

Aprovechando esta propiedad ondulatoria de las partículas, Erwin Shrödinger en 1926 desarrolló una teoría cuántica basada en las ecuaciones de onda capaz de explicar las órbitas cuantizadas del modelo atómico de Bohr [4]. Su formulación resaltaba el carácter continuo de la materia mediante ecuaciones diferenciales en el espacio y el tiempo, lo que la hacía intuitiva desde un punto de vista físico. Ese mismo año, Max Born reinterpretó esta teoría en términos probabilísticos [1], proponiendo que la función de onda Φ (que describe el estado de una partícula) no representa una onda física real, sino una amplitud de probabilidad. Según esta interpretación, su valor indica una medida de la densidad de probabilidad de encontrar el sistema en un estado u otro.
Y todavía quedaba un golpe más para el determinismo newtoniano: el principio de indeterminación, formulado por Werner Heisenberg en 1927 [3]. Este principio establece que ciertas magnitudes canónicamente conjugadas, como la posición y el momento lineal de una partícula, solo se pueden medir simultáneamente con una incertidumbre característica (la constante de Planck): Δx · Δp ≥ ℏ/2, donde x representa la posición y p el momento lineal (igual al producto de la masa por la velocidad). Este resultado pone de manifiesto el carácter estadístico de la teoría cuántica y la inevitable imprecisión de las medidas, lo que invalida la premisa de la ley causal: ‘Si conocemos exactamente el presente, podemos predecir el futuro’.
Para discutir sobre la naturaleza cuántica de la materia y dar un sentido a lo que parecía no tenerlo, se celebró en Bruselas la Conferencia Solvay de 1927. En ella los mejores físicos mundiales construyeron una nueva manera de entender el universo y se vieron obligados a abandonar gran parte de las ideas preconcebidas por el ser humano a lo largo de la historia.

Tras este congreso, el equipo liderado por Niels Bohr formuló lo que hoy se conoce como la interpretación de Copenhague. En esencia, esta interpretación sostiene que la función de onda está constituida por la suma de una serie de funciones, cada una asociada a un estado físico posible y ponderada por su correspondiente probabilidad. Mientras no se produzca ninguna interferencia con el exterior, el sistema evoluciona en el tiempo de manera continua en una superposición de estados. Sin embargo, cuando el observador realiza una medición, el sistema colapsa, es decir, adopta un estado concreto siguiendo la distribución de probabilidad de la función de onda. Y lo único que la mecánica cuántica nos permite saber es la probabilidad de que ocurra un resultado u otro.
Es importante destacar que el colapso de la función de onda, tal como se describe en esta interpretación, no constituye un proceso físico en sí mismo debido a su aleatoriedad e inmediatez, lo cual contradice los principios de la relatividad especial de Einstein. Por esta razón, han surgido otras interpretaciones, aunque menos populares, como la interpretación de coherencia cuántica o la teoría de los múltiples universos.

Queda claro que, a escalas subatómicas, el comportamiento cuántico de la materia desafía nuestra comprensión de la realidad. A pesar de ello, gracias a los avances teóricos en mecánica cuántica, no solo hemos logrado entender la dinámica de las partículas, sino también aprovechar sus propiedades en tecnologías que, sin duda, transformarán nuestras sociedades en el futuro. Este será precisamente el tema de nuestro próximo artículo celebrando el Año Internacional de la Ciencia y Tecnología Cuánticas.
Referencias:
[1] Born, M. (1926). Quantenmechanik der stoßvorgänge. Zeitschrift Für Physik, 38(11), 803–827. 10.1007/BF01397184.
[2] Davisson, C., & Germer, L. H. (1927). The scattering of electrons by a single crystal of nickel. Nature, 119(2998), 558–560. 10.1038/119558a0.
[3] Heisenberg, W. (1927). Über den anschaulichen inhalt der quantentheoretischen kinematik und mechanik. Zeitschrift Für Physik, 43(3), 172–198. 10.1007/BF01397280.
[4] Schrödinger, E. (1926). Quantisierung als eigenwertproblem. Annalen Der Physik, 386(18), 109–139. 10.1002/andp.19263861802.
[5] Thomson, G. P., & Reid, A. (1927). Diffraction of cathode rays by a thin film. Nature, 119(3007), 890–890. 10.1038/119890a0.
Todas las imágenes que aparecen tienen Licencias Creative Commons.
Si te ha interesado este artículo puedes encontrar más pinchando aquí.